Amaneció
un día precioso de primavera, el sol brillaba radiante y yo me había
levantado con muchas ganas de hacer cosas. Era domingo y no podía
desaprovechar el día, llamaría a mis amigos y quizá podríamos ir
a pasar el día al campo, era un día ideal para un picnic.
Después
de llamar a algunos de ellos me senté en el sofá extrañado, nadie
contestaba mis llamadas. Salí al jardín a tomar un café, -en
cuanto lo acabase volvería a intentarlo- y algo me llamó la
atención. No había coches por la calle y no sentía a los niños
jugar por la zona, estaba todo solitario y silencioso, tan solo
acertaba a escuchar el suave tintineo del semáforo al ponerse en
verde, situado al final de la calle, -que raro, quizás me había
levantado más temprano de lo que pensaba- y me adentré en mi casa
para cerciorarme de la hora -las doce del medio día-
¡Era
imposible! ¿dónde estaría todo el mundo? Volví a insistir
llamando a mis amigos por teléfono y nada...
Salí
de nuevo a la calle y todo seguía igual, ni un alma... Dirigí mis
pasos hacia la Iglesia, quizá estuviese todo el mundo allí reunido
por alguna causa que yo desconocía.
Tras
caminar casi dos kilómetros para llegar allí sin encontrarme a
nadie durante el recorrido, tampoco tuve suerte, de hecho la Iglesia
estaba cerrada.
Comencé
a asustarme, ni tan siquiera perros o gatos parecían habitar en mi
barrio. Volví sobre mis pasos ¿que demonios había pasado?
Pasaron
los días y los meses sin hallar ni rastro de existencia,
acostumbrándome a esta nueva vida solitaria. Pensé que seguramente
este aislamiento y la dura supervivencia, me llevarían a la locura,
y así debió de ser, puesto que un tiempo más tarde ya no tenía
miedo a estar solo.
Ahora
mi miedo era el llegar a encontrar alguna persona...
No hay comentarios:
Publicar un comentario