Nos
habíamos trasladado de la ciudad al campo, antojo de mis padres que
querían escapar del estrés y del ruido buscando paz y tranquilidad,
pero ni yo ni mis hermanos habíamos estado conformes con el cambio.
Habíamos
dejado a nuestros amigos de toda la vida con mucha pena, y eso que
solo estábamos a una hora de camino, y aunque nuestros padres nos
habían prometido acercarnos algún fin de semana que otro para
visitarlos, sabíamos que poco a poco nos distanciaríamos.
Teníamos
todo el verano por delante antes de comenzar las clases y conocer a
nuestros nuevos compañeros. La casa se hallaba situada en las
afueras del pueblo, con lo cual, lo de conocer otros niños, de
momento parecía imposible.
Menos
mal que eramos cuatro hermanos y nos lo pasábamos muy bien juntos.
Estaban los dos mellizos de ocho años, Cindy y Jason, muy traviesos
y divertidos, y como buenos gemelos inseparables. Después estaba yo,
con once años, me pusieron el nombre de mi abuela, Sophie, y por
último estaba Chris, el mayor con trece años, un chico muy
inteligente y cariñoso, y sobre todo, muy protector con nosotros.
Los
primeros días habían sido muy emocionantes, muchos sitios nuevos
por descubrir que enseguida teníamos ya controlados. A las pocas
semanas todo el alrededor de la zona donde vivíamos ya estaba más
que visto, así que les pedimos permiso a nuestros padres para
alejarnos un poco de la zona con afán de investigar y curiosear.
Aunque
de primeras se mostraron un poco reacios logramos convencerlos,
confiaban en nuestra responsabilidad, sabían de sobra que Chris
nunca pondría nuestra vida en peligro.
A
la mañana siguiente amanecimos entusiasmados, nos iríamos los
cuatro de excursión sin nuestros padres. Mamá se encargó de
prepararnos una mochila con unos bocadillos, unas chocolatinas y unos
zumos. Después de untarnos bien de crema solar, se despidió de
nosotros con un beso a cada uno, deseándonos una mañana emocionante
y divertida, recordándonos que a la hora de comer deberíamos
encontrarnos ya de vuelta.
Iniciamos
nuestra salida hacia una montaña que se encontraba cerca, papá
había dejado muy claro que no nos acercásemos a la vieja mina que
se encontraba al pie del macizo, podría ser peligroso. Seguíamos
nuestro camino muy felices, ésto parecía ser la parte buena de
vivir en el campo, estando en la ciudad no nos dejaban salir solos ni
hasta la vuelta de la esquina.
Por
el camino encontramos bellas praderas llenas de árboles y flores de
diversos colores y un pequeño lago del que desconocíamos su
existencia que se hallaba al pie de la montaña. Nos sentamos a la
sombra de un árbol a engullir nuestra merienda, estábamos
hambrientos.
Llevábamos
ya un ratito allí, jugando al pilla-pilla y haciendo piruetas,
cuando Cindy pareció descubrir algo en la ladera de la montaña:
- Mirad, allí en aquel lado -dijo señalando- ¡hay un niño pequeño escondido!
Dirigimos
nuestras miradas hacia donde la pequeña nos indicaba, detrás de
unos arbustos parecía apreciarse la forma de alguien, pero no
conseguíamos distinguir nada:
- ¿Estás segura de que es un niño? -pregunté- desde aquí yo no distingo nada...
- Sí Sophie, es que ahora se ha escondido, pero antes lo vi perfectamente -aseguró Cindy-.
Juntos
enfilamos el sendero que guiaba hacia allí, lo que fuese que estaba
escondido seguía inmóvil, seguramente era un niño perdido y
asustado.
Cuando
estábamos ya muy cerca, a no más de dos metros, el pequeño salió
de su escondite caminando hacia atrás un poco sorprendido...
- Tranquilo, no temas, no te vamos a hacer nada -dijo Chris- ¿estás perdido? -continuó hablando mi hermano- nosotros podemos ayudarte.
Y
paró sus pasos mirándonos con curiosidad. Nos acercamos despacio y
pudimos apreciar que en su rodilla tenía un corte que no parecía
muy profundo pero que sangraba abundantemente, embadurnando su pierna
y su sandalia con este líquido viscoso. Era pequeño, no parecía
tener más de tres o cuatro años, quizá menos, era muy bajito pero
no tenía cara de bebé como para tener menos de esa edad.
Saqué
de la mochila unas gasas y el frasco de yodo con intención de
hacerle una cura, para mi asombro me dejó hacerlo, aunque en todo el
proceso no emitió ni una sola palabra. Terminé colocándole una
tirita y pareció complacido.
- ¿Estás perdido? -preguntó Chris- eres muy pequeño para andar solo por aquí, ¿cuántos años tienes?
- No -contestó el niño- ni estoy perdido, ni soy muy pequeño para andar por aquí, tengo doce años.
Nos
quedamos mudos y confundidos observándolo, nos estaba tomando el
pelo, estaba claro...
- No puede ser -dije- yo tengo once años y tu llegas por la mitad de mi cuerpo, no puedes ser tan bajito, ¿dónde están tus padres?
- Mis padres me van a matar cuando se den cuenta de que he roto una de las reglas más importantes de nuestro pueblo. Y te digo de nuevo que tengo doce años, los de mi clan son todos bajitos. Tengo observado a otros como vosotros en alguna ocasión más sin que nadie se enterase, pero es la primera vez que dejo que alguien me vea, creo que no representáis peligro para. Sois muy altos y muy raros, los de vuestra especie tenéis el cabello y los ojos de distintos colores, los míos tienen todos el pelo de color negro y los ojos castaños.
Nos
sentamos muy cerca de la entrada de la mina buscando una sombra,
hacía mucho calor, y allí continuó su conversación contándonos
como vivía:
“Nos
llamamos Zuriaks y nuestra raza se supone que es la más antigua que
nunca ha existido, pero somos un pueblo pacífico no tenemos
guerreros, y otras tribus en el pasado nos han perseguido y masacrado
en infinidad de ocasiones. Así que finalmente en consenso tribal,
decidieron amoldar nuestra vida en soledad en un espacio que nos
mantuviese apartados de cualquier peligro que atentase hacia nuestro
pueblo. La decisión tomada hace miles de años, fue el trasladarnos
tierra adentro, sumergiéndonos por cuevas, buscando un espacio
natural que permitiese la vida que nosotros llevamos puesto que somos
básicamente agricultores y botánicos”.
Escuchábamos
todo muy atentos, con la boca abierta, era más información de la
que podíamos procesar en ese momento... Después de unos segundos de
mutis, Chris le preguntó:
- ¿Y como podéis vivir en oscuridad? Me parece increíble que halláis podido sobrevivir... y ¿sois agricultores? Perdona, pero me resulta inconcebible que pueda haber cualquier tipo de vida ahí abajo.
- Te sorprendería ver dónde y cómo vivimos -replicó el muchacho- además, por lo que dicen los más viejos, nuestro ADN ha mutado para amoldarnos a la vida que tenemos, la naturaleza es sabía y se asegura de garantizar una protección a los más débiles.
Quedamos
los cuatro sentados en silencio, entre confundidos y alucinados,
tratando de identificar si nos estaba tomando el pelo.
- Me llamo Sifnut -dijo el niño poniéndose en pie- entiendo vuestra incredulidad, así que jugándome un buen castigo, os voy a llevar a donde yo vivo.
- ¡No! -grité yo asustada- ¡no podemos fiarnos de ti!
- Bueno, como queráis, yo me tengo que ir, si queréis me acompañáis, y sino hasta otra -contestó con actitud desafiante, supongo que molesto por mi reacción-.
Viendo
como se alejaba hacia la entrada de la mina, Chris dirigiéndose a mi
de manera tranquilizadora me dijo:
- Sophie, no creo que suponga ningún peligro ¿de verdad no tienes curiosidad? Sería algo muy importante, vaya descubrimiento...
Los
mellizos que hasta ahora habían permanecido extrañamente callados,
me miraron poniendo “caritas” para animarme a seguir al pequeño
ser.
- Está bien, pero como pase algo, ¡las consecuencias serán solo para ti Christopher! -dije molesta-.
Pegamos
una carrera para alcanzar a Sifnut que acababa de de la acceder al
interior de la mina, sonriéndonos nos guío por los túneles hasta
llegar a un pequeño agujero.
- Ahora entraremos por aquí y nos deslizaremos igual que si fuese un tobogán-dijo Sifnut- no temais, no hay peligro.
Fuimos
entrando todos, uno detrás de otro a continuación de Sifnut. El
viaje fue increíblemente divertido, el tobogán más largo por el
que nunca nos habíamos deslizado. Después de llegar al final, nos
dirigimos hacia otro túnel en el que se apreciaba claridad al fondo.
Lo
que vimos se quedó grabado en nuestra memoria para toda la vida. Era
el paisaje más extraño, rocambolesco y hermoso que hubiésemos
imaginado. Desde lo alto donde nos encontrábamos, vimos un lago de
agua verde inmenso, y todo a su alrededor era un poblado de casitas
pequeñas de forma redondeada, cada una con su jardín y su
plantación, por todos lados extraños árboles y plantas de miles de
colores. La gente era menuda, y pequeña, no como los enanos en
nuestro país que tienen esos rasgos tan peculiares. Ellos eran
distintos, como un humano normal, pero en miniatura... Comenzamos el
descenso por unas escaleras de piedra que se encontraban en el lado
derecho de la salida del túnel.
Una
vez abajo, comenzaron a acercarse a nosotros, cientos de esos
pequeños seres bonachones, entre curiosos y divertidos. Uno de
ellos, bastante viejo, se abrió el paso entre el resto para ponerse
enfrente nuestra.
- ¡Sifnut! -dijo enfadado- ¿eres tu el responsable de ésto?
- Si señor -contestó mirando hacia el suelo- Pero son amigos, no nos harán daño -dijo cambiando de actitud mostrándose entusiasmado-.
- ¿Cómo puedes estar seguro? Conoces la historia de nuestro pueblo, muchos han querido hacernos daño -manifestó el viejo-.
- Lo sé -dijo seguro de sí mismo nuestro amigo Sifnut-.
Nosotros
permanecimos todo ese rato quietos y en silencio. El viejo nos
observó unos instantes:
- Ahora que estáis aquí, no puedo hacer nada. Así que Sifnut, enseñales el poblado.
Y
recorrimos acompañados de nuestro pequeño amigo y algunos zuriaks
todo el precioso pueblo que resplandecía bajo un pequeño sol
blanco. Era todo muy misterioso, pero estábamos tan fascinados y
pasmados que no preguntamos nada.
En
cuanto vimos todo, Sifnut nos acompañó a la casa del Jefe de la
tribu, que era el que se había dirigido a nosotros nada más llegar,
obviamente quería hablarnos antes de que nos marchásemos.
- Pequeños -se dirigió a nosotros cariñosamente- supongo que ya os lo imaginareis, pero no podéis hablar de nosotros a nadie, somos el último pueblo zuriaks que existe, si alguien averigua nuestra existencia, vendrán a por nosotros, nos llevaran para estudiarnos a algún centro científico y finalmente nos extinguiremos.
- Lo sabemos -dijo Chris- no debéis temer, no diremos nada a nadie, ni siquiera a nuestros padres. A cambio, ¿nos podéis permitir que vengamos de vez en cuando a haceros una visita?
- No creo que sea buena idea ¿y si en alguna ocasión alguien os sigue?
- Nos cuidaremos de eso, puede confiar en nosotros -repliqué yo-.
- Tenéis nuestra vida en vuestras manos, ya no puedo hacer nada, solo os ruego que seáis precavidos y cuidadosos cuando os acerquéis hasta aquí.
- Desde luego -contestamos al unísono Chris y yo-.
Nos
despedimos y Sifnut nos acompañó a la salida, que era por otro lado
distinto al que habíamos entrado. Ya fuera, nos separamos de Sifnut
prometiéndole una visita pronto.
Apuramos
el paso pués íbamos justos de tiempo, pero finalmente conseguimos
llegar a tiempo para la hora de comer. Como habíamos jurado, no
dijimos nada a nuestros padres de lo que habíamos encontrado a pesar
del largo interrogatorio al que habíamos sido sometidos para querer
saber lo que habíamos hecho y visto.
No
volvimos a verlos, y quizá fue mejor así. Días después, hicieron
volar la entrada de la mina, puesto que decían que corría peligro
de derrumbe. Y aunque en ocasiones nos dejamos caer por allí, no
vimos a ningún Zuriaks.
A
veces, estando en casa asomada a la ventana, en la lejanía me
parecía vislumbrar algún pequeño ser en medio de la vegetación.
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