Caminaba
despacio de regreso a casa, después de haber dejado a mis dos
pequeños en el colegio. Una pena muy honda inundaba mi alma, ni
siquiera las risas de mis hijos me sacaban esa amargura que había
nacido dentro de mí, y que día a día parecía más grande. Era
tanta la tristeza que me embargaba, que tenía la sensación de que
todo el mundo podía detectarla contagiándose de la misma.
Nuestra
relación había sido perfecta, no había nada que me dejase entrever
que Luis no estaba bien conmigo. Siempre había sido atento y
complaciente en mis necesidades, con seguridad yo había tejido una
tupida tela delante de mis ojos que no me dejó ver la realidad. Ni
las absurdas y repetitivas reuniones a las que había tenido que
acudir en los últimos meses me habían hecho sospechar nada raro,
pues tal era su comportamiento a su regreso -con seguridad
sintiéndose culpable-, colmándome de besos y haciendo uso del amor
con tanta pasión, que jamás hubiera imaginado que otra mujer estaba
ocupando mi lugar.
“Son
cosas de la vida”, “yo no lo busqué”, “ocurrió sin más”,
habían sido sus absurdas e hirientes palabras de disculpa, que se
clavaban en mi corazón como un afilado cuchillo. No estaba preparada
para esta ruptura y jamás lo estaría.
Los
días pasaban sumiéndome en una muerte agónica y lenta. Había
perdido el interés incluso en mis hijos, víctimas inocentes de esta
situación. Eran todavía muy pequeños y no entendían porqué mamá
ya no jugaba con ellos, y que cada día al regreso del colegio en vez
de llevarlos al parque como de costumbre, los recluía en casa
rogando silencio y tranquilidad. Los acostaba muy temprano buscando
esa soledad dolorosa que cada día me acompañaba, siendo mi más
firme compañera, hundiéndome cada día más en un pozo sin fondo.
Pensamientos
pasados de momentos felices me devolvían a la triste realidad en
pocos segundos, desquebrajando mi vida para siempre. No podía seguir
así, los niños sufrían conmigo y por mí.
El
suicidio se me pasó por la cabeza, pero no podía dejar a mis dos
angelitos que eran lo que más quería en mi vida, con un padre para
el que ahora su prioridad absoluta era esa bella joven que solo
pensaba en salir de cena y asistir a exuberantes fiestas. Además
dejarlos sin madre podría ser algo traumático para ellos, todavía
me necesitaban mucho.
Como
me dolía tomar esta decisión, pero era lo mejor que podía hacer
por los tres, mis hijos deberían estar siempre conmigo, con su
madre.
Dispuse
todo para esa misma tarde, después de recogerlos en el colegio, los
llevaría a merendar por ahí e iríamos a dar una vuelta hasta el
zoo, quería que se sintiesen felices por última vez.
Se
mostraron entusiasmados con la idea, y disfrutamos como nunca lo
habíamos hecho, verlos sonreír no tenía precio y pensamientos
contradictorios paseaban por mi mente. ¿Por qué me sentía así?
¡Los niños eran lo más importante! Claro que Luis también lo era,
pero ¿quién pesaba más en mi vida? Mis hijos sin duda, pero mi
marido era la piedra angular de la familia, sin él todo se venía
abajo, y no me veía fuerte y capaz de afrontar una vida sin él.
Cuando
llegamos a casa, los metí en la bañera. La alegría inundó el
baño, ¡cómo me gustaba verlos así de sonrientes! ¡Mami, mami,
dame el patito de goma! ¡mami, te quiero! Palabras que pesaban en mi
cabeza como una losa. Pero no me sentía mala, ni cruel por lo que
iba a hacer, era lo mejor para nosotros...
Deshice
unas pastillas de diazepam que me habían medicado, y las añadí a
leche que iban a tomar, no quería que sufriesen, no podría
soportarlo... La cantidad era suficiente para que enseguida se
durmiesen y la muerte los viniese a recoger sin tardanza...
Los
metí en mi cama y me acosté con ellos acariciándoles y diciéndoles
cuanto los amaba. Sus ojos comenzaron a cerrarse y en un momento
estaban dormidos, sabía que en breve su vida se evaporaría y solo
esperaba que realmente hubiese algo más para poder reunirnos los
tres. Cuanto los quería, era un amor tan grande que no me hizo
sentir culpable por lo que estaba haciendo, siempre juntos, ese era
nuestro destino...
Tomé
el resto de pastillas que me quedaban, no se cuantas eran, pero
muchas... y me volví a tumbar entre ellos, abrazándolos con mucho
amor, y enseguida comencé a notar como los ojos me pesaban, y una
sensación extraña me envolvió en un manto de sueño eterno...
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ResponderEliminarSaludos !!
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Muchas gracias Cristina!!! Un saludo!!!
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