Había
ido el viernes a casa de mi hermana Paula y su marido Jorge, al día
siguiente teníamos pensado ir a visitar unas cuevas que había a
diez kilómetros de donde ellos vivían, así saldríamos juntos de
casa. Mi hermana y yo siempre habíamos sido muy aficionados a la
espeleología y había tenido la suerte de conocer un chico al que
también apasionaba este mundo.
El
sábado muy temprano, después de un buen desayuno y de cargar el
coche con todo el equipo, dispusimos nuestra marcha. El viaje fue muy
animado, la música nos envolvía animosamente mientras tarareábamos
las canciones. El olor a eucalipto flotaba en el ambiente, ese
territorio estaba lleno de estos árboles. Llegada a una zona ya no
pudimos seguir en coche, así que cargando las mochilas a la espalda,
seguimos caminando la ruta que nos llevaba hasta las cuevas.
Hacía
muchos años que no las recorríamos y no recordábamos el
itinerario, pero no eran peligrosas, así que con decisión después
de encender las linternas de los cascos, nos adentramos hacia el
interior. Teníamos cuatro kilómetros y medio de recorrido repartido en
distintas salas y galerías, intentaríamos salir por el otro lado.
Por encima de las cuevas, en lo alto de la montaña se encontraba un
pequeño pueblo en el que se podía localizar otra entrada a la cueva
de ciento cincuenta metros de profundidad, siempre era más fácil
salir por allí que entrar.
La
temperatura dentro era baja sobre ocho grados y esto sumado al
porcentaje de humedad que era del noventa por ciento, hacía que la
sensación térmica pareciese más baja de lo que era en realidad.
Llevábamos la mitad del camino cuando nos encontramos con dos
galerías ¿cuál seguir? Ninguno de los tres estábamos seguros, así
que sin tener nada que perder salvo el retroceder, cogimos el de la
derecha.
Yo
iba en cabeza en ese momento, no entiendo aún como con tantos años
de experiencia pude cometer tal error. Tenía que haber estado
pendiente del suelo, pero en ese momento Jorge estaba contando
chistes, y entre risa y risa, no vi un agujero que había en el
suelo. Me sumergí en él sin poder evitarlo, mientras Paula y Jorge
gritaban mi nombre.
La
caída fue importante, varios metros al vacío... tenía la sensación
de que no terminaba de llegar al fondo...
Lo
siguiente que recordaba era que me hallaba en medio de un bosque
fantástico lleno de bellos colores, y una preciosa joven de ojos
rasgados del color de miel que me observaba muy atenta. Ostentaba
esplendorosa un vestido largo y vaporoso de color granate: ¿Estás
bien? Preguntó.
Observé
mi entorno, era el paisaje más extraño que nunca había visto
¿podía existir algo así? -Probablemente me había muerto y esto
era el Edén- ¿Dónde estoy? Pregunté sin responder su pregunta.
Estás
en la tierra de las tres lunas -contestó la bella mujer-. Te hallé
inconsciente aquí dónde estas, pero no se que te ha pasado.
Después
de explicarle mi accidente y mi desconocimiento por encontrarme allí,
pude comprobar que era un ángel, lucía mágicamente unas alas
transparentes y brillantes, definitivamente me había muerto. Giré
mi cabeza para comprobar si mi espalda lucía unas iguales. Ella se
rió entendiendo la situación.
No
estás muerto si es eso lo que estás pensado -comentó divertida-,
yo soy un hada, éste no es un país de muertos, éste es el país de
la magia -dijo señalándome hacia el cielo, donde pude distinguir un
castillo flotando entre las nubes-.
Cogiéndome
de la mano, me guió bosque abajo, hasta que llegamos a un acantilado
desde el que podía apreciar un gran mar sobre el que se apostaba el
inmenso castillo flotante. El cielo disponía de tres lunas, cada
cual más magnífica y portentosa, lo que daba al conjunto un aire de
cuento de hadas.
Bajamos
hacia el pueblo, estaba embriagado por el aroma de la preciosa hada
que decía llamarse Annabella, emitía una esencia que me cautivaba.
Su risa cantarina me elevaba a un sin fin de sentimientos que hasta
ahora yo desconocía, me sentía muy a gusto y al mismo tiempo me
percataba de que ese no era mi sitio, lo cual me entristecía.
El
poblado era increíble, lleno de pequeñas casas redondeadas con
tejados hechos de un material parecido a la paja, pero más sólido.
Los habitantes eran afables y bondadosos, ofreciéndome todo tipo de
alimentos y bebidas. Estaba tan absorto por la compañía, que ni
siquiera pensé en la preocupación que podrían sentir mi hermana y
mi cuñado.
Bajando
a la playa me dijo que aquel lugar no era para mi, debía buscar la
manera de regresar a mi mundo. Nos sentamos en la arena, recogí una
pequeña concha distinta a cualquiera de las de mi mundo, y
jugueteando con ella la miré encandilado, era tal la belleza que
parecía una diosa, acarició mi rostro con su mano y selló un beso
en mis labios. Nunca hasta ahora había recibido un beso con tanta
ternura.
Todo
se volvió negro... cuando abrí mis ojos, me hallaba en el
hospital. Paula y Jorge estaban a mi lado con expresión preocupada.
Pensé que todo habría sido un sueño producto del fuerte golpe,
pero sentí algo en mi mano y cuando la abrí, allí estaba la
pequeña concha y me prometí que buscaría la forma de volver para encontrarme con Annabella.
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