Todos
guardamos algún muerto en el armario, secretos inconfesables que de
saberse pondrían en peligro nuestra estabilidad, nuestros amigos o
nuestro matrimonio. La línea que divide la bondad de la maldad es
tan difusa que a veces, cuando la razón y los sentimientos chocan y
se interfieren, la pisamos sin darnos cuenta y sin querer; a veces no
se puede luchar contra la naturaleza y como decía Oscar Wilde, la
mejor manera de librarse de la tentación es sucumbir a ella.
Conocí
a Sandra en un chat hace ya muchos años, cuando internet todavía
era inocente y buceábamos en la red en busca de nuevas formas de
comunicación. Me gustaba escribir, contar historias y piropear y
halagar a las mujeres; estar detrás de una pantalla me desinhibía
hasta hacer desaparecer mi timidez. Hay que decir que me manejaba
bien y que tenía a unas cuantas chicas pendientes de todas aquellas
bonitas cosas que sabía decirles.
Era
un juego que no iba más allá de la simple diversión, no conocía a
nadie en persona, ni siquiera en fotografía, solo existíamos
aquellos minutos en los que nos conectábamos al chat. Luego cada uno
tenía su vida y desaparecíamos de la de los demás hasta el día
siguiente.
Sandra
era la reina del “saloon”,
sabía contar historias de encuentros fortuitos con hombres de los
que se enamoraba, de amores de bar en los que una mirada acababa
llevándola a la cama o de lujuriosos trayectos en el asiento de
atrás de un coche mientras el taxista espiaba por el retrovisor;
escribía con estilo e imaginación sabiendo muy bien dónde estaba
la línea que ponía límite al erotismo.
Fue
ella la que me asaltó en privado no recuerdo con qué excusa,
conversaciones banales que servían para entretener las horas muertas
de la tarde. Luego fui yo el que, unos días más tarde, hizo lo
mismo para evitar el bullicio del canal general y buscar un poco de
tranquilidad. Al cabo de un tiempo, casi sin darnos cuenta, nos
habíamos convertido en confidentes el uno del otro y desahogábamos
allí nuestros problemas y nuestras inquietudes, nos hicimos amigos,
nos conocimos sin vernos ni saber uno del otro más que la
descripción que cada uno quiso hacer de sí mismo, aunque llegados a
aquel punto lo físico era lo de menos. Pero teníamos curiosidad.
Un
par de meses más tarde nos intercambiamos unas fotos y fue cuando
comprendimos que al otro extremo del hilo había una persona real, de
carne y hueso, completamente diferente de lo que nuestra imaginación
nos había hecho creer. Sandra lucía una media melena rubia y una
piel morena tostada por el sol, unos ojos oscuros y aquellos labios
carnosos que yo jamás había imaginado; esbelta y escotada, parecía
estar posando para mí. Sin embargo estoy seguro de que de no haber
sido tan guapa me habría gustado lo mismo.
Ahora
me paro a pensar y creo que en aquel momento no era consciente del
camino que estaba siguiendo, simplemente jugábamos; del consuelo y
las confidencias, del teclado y de las fotos, pasamos al teléfono y
a la excitación, las conversaciones fueron caldeándose como en un
devenir natural, como si todos aquellos pasos que íbamos dando
estuvieran programados de antemano. Hablábamos por las tardes,
cuando yo quedaba libre de mi turno en la fábrica y mi mujer iba a
recoger a los niños a la escuela, nos contábamos lo que nos
haríamos el uno al otro el imaginario día en que estuviésemos
juntos; ambos sabíamos que los más de mil kilómetros que nos
separaban eran un seguro contra cualquier clase de tentación real.
La
fogosidad del principio, el descubrimiento de aquella extraña
relación secreta, duró unos meses, quizá medio año, para luego ir
enfriándose poco a poco, distanciando las llamadas, ocupándonos de
otras cosas, de la vida, de la realidad… A pesar de ello y de
algunos años transcurridos, jamás perdimos el contacto y de tarde
en tarde, como buenos amigos que éramos, nos llamábamos para
ponernos al día de nuestras vidas o nos cruzábamos de vez en cuando
en algún otro chat para recordar aquellos días en los que hacíamos
arder los cables del teléfono con nuestras palabras encendidas de
deseo.
La
vida da muchas vueltas y al doblar la esquina te mira con ironía a
los ojos y se ríe de ti y te ofrece en bandeja de plata lo
imposible. Quizá cinco o seis años después de aquello recibí un
día una llamada de Sandra que no esperaba, estaba saliendo de la
fábrica y me sorprendió.
- ¿No crees que va siendo hora de que nos conozcamos? -me dijo- Estoy de vacaciones en tu ciudad con mi familia, puedo escaparme una hora, ¿me invitas a un café?
El
teléfono me quemaba en las manos, estaba sucediendo lo imposible,
¿Qué iba a pasar, nos defraudaríamos el uno al otro, sería Sandra
la misma Sandra con quien había compartido confidencias y sexo
telefónico o en persona sería diferente? Asentí, claro que me iba
a tomar ese café con ella, salí corriendo a casa a darme una ducha,
a comer algo y a esperar.
Sandra,
con la excusa de ver a un viejo amigo de estudios, había dejado a la
familia viendo un museo y quedamos en una cafetería céntrica fácil
de encontrar. Cuando llegué me esperaba sentada en una mesa del
fondo y a pesar de mis dudas, reconocí aquella sonrisa nada más
verla. Nos saludamos temerosos, con dos castos besos en la mejilla y
un abrazo, charlamos de los viejos tiempos tanteándonos el uno al
otro tratando de comprender si ahora, cara a cara y varios años
después, seguíamos sintiendo algo de aquel deseo del que tanto
habíamos hablado.
La
hora acordada pasó en un suspiro, ¡teníamos tanto de que hablar y
tan poco tiempo! Sandra era ahora menos rubia, tenía el pelo más
largo, pero conservaba aquellos ojos y la hermosura de un cuerpo
firme que no correspondía a su edad. Yo estaba más viejo, las canas
y una reciente y larga crisis matrimonial me habían derrotado, me
encontraba triste y confuso con la vida en una encrucijada de la que
no sabía cómo salir.
Al
marchar, cuando salimos de la cafetería, pasé tímidamente un brazo
por su hombro y ella me correspondió abrazando con el suyo mi
cintura; entramos en el coche, nos miramos y sin hablar nos lanzamos
el uno sobre el otro en una serie de besos desesperados que parecían
no tener fin. Una hora no es nada, pero fue suficiente para que ambos
pudiéramos comprobar que no había apenas diferencia entre la imagen
que nos habíamos hecho el uno del otro y cómo éramos en realidad.
Seguíamos deseándonos.
Arranqué,
estábamos cerca del museo pero antes de llegar al punto de destino,
donde le estaba esperando la familia, paré el coche otra vez.
- Quiero besarte, quiero tocarte aunque sea unos segundos, sabes que esta puede ser la última vez que nos veamos... -le rogué melancólicamente-
Volvimos
a besarnos, nuestras manos recorrieron a tientas nuestros cuerpos, el
suyo era firme, suave, caliente… Apenas uno o dos minutos y la dejé
a unos metros del lugar donde la esperaban; saludé sin bajarme del
coche y me fui.
Después
de aquel encuentro furtivo la vida volvió a la rutina, al trabajo y
a aquella sensación de vacío que me asfixiaba desde las últimas
discusiones en casa; era como si ya nada tuviera sentido, como si
solo me quedara arrastrarme el resto de mi vida como me había
arrastrado para salvar una familia. Lo malo de hacerlo una vez es que
luego ya nunca más puedes levantarte. Quizá había sido un error,
el último error, pero ya era tarde para rectificar. No sé si aquel
estado me sirvió de excusa o si todo el sufrimiento y el sacrificio
de tantos meses soportando insultos, desprecios y vejaciones
psicológicas cambiaron mi forma de pensar; deseaba a otra mujer y no
sentía ningún remordimiento.
Mantuvimos
el contacto como antes de nuestro encuentro, nos enviábamos correos
electrónicos de vez en cuando, casi siempre recordando aquel día,
aquellos besos, el temor que ambos tuvimos de decepcionarnos, la
alegría de ver que éramos como creíamos que éramos, los momentos
de aquella pequeña pasión en el coche… En casa las cosas volvían
casi a la normalidad después de más de un año de crisis, nos
queríamos otra vez, pero mi conciencia ya no volvió a ser la misma;
pensé que si pasas por delante de una pastelería y te comes un
pastel no tiene por qué afectar a quien no lo sepa. Ojos que no ven…
Si
la primera vez fue el destino, la segunda vez fue el diablo el que se
puso de nuestra parte. Meses después recibí otra llamada
inesperada:
- Mi empresa me envía toda la semana a Madrid a un curso de reciclaje, tenemos una asignatura pendiente, ¿Cómo andan las conexiones de trenes desde tu ciudad?
- Creo que me puedo escapar el fin de semana, mi mujer está en el pueblo con los niños...
- Si vienes soy tuya en cuerpo y alma...
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