La
suerte es muy caprichosa, y cómo decía mi amiga Marina, “cuando
le entra el capricho a la mala suerte, ya ni te cuento”.
Mi
infancia había sido una cruz, crecí en medio de peleas y malos
tratos que mi padre infringía a mi madre y a mí, hasta que una
paliza se le fue de las manos, matando a mamá.
Papá
se fue a la cárcel y los servicios sociales se hicieron cargo de mí,
arrancándome de ese hogar roto marcado por la tragedia. No tenía
más familia, así que después de pasar por un hogar de acogida
donde recibí un buen trato y cariño, me adoptó al poco tiempo una
familia. Me sorprendió la rapidez, ya tenía doce años y
normalmente buscaban bebés o críos muy pequeños.
Si
mi vida antes había sido un infierno, con esta familia no mejoró
mucho. No buscaban una hija a la que proteger y dar cariño, buscaban
una muchacha que ejerciera de criada, realizando todas las labores de
la casa. Seguía asistiendo al colegio y entre los deberes y las
tareas del hogar, no me dejaban tiempo ninguno para mí. Me acostaba
cada día agotada y en ocasiones mazada, no es que me pegasen
demasiado, no como mi padre, pero si algo no quedaba como ellos
querían, el cinto acariciaba cruelmente mi cuerpo.
Quizá
por ello me aferré demasiado a mi primera relación sentimental. Era
atento y amable conmigo, siempre pendiente de todo lo que me atañía y en cuanto le conté como era mi vida, no dudó en pedirme
matrimonio para sacarme de allí. Me pareció muy romántico y me
sentí halagada. No tenía más que diecisiete años y con seguridad
la inmadurez propia de la edad no me dejó ver lo que tenía delante.
Busqué
un embarazo para tener la facilidad de poder salir de casa, para
ellos sería un desprestigio. Y como esperaba, me echaron de casa.
Nos
casamos enseguida y pronto pude comprobar lo que era él en realidad.
Tenía veintiocho años y una vida ya vivida, era experto en el arte
amatorio y me complacía en cada relación sexual cuidando al detalle
cada momento. Pero al mismo tiempo era posesivo, esas atenciones que
tanto me complacían al principio, no eran más que puras obsesiones
por tenerme controlada en cada momento. Llegaron las peleas y
seguidas las palizas, en una de ellas perdí el bebé que esperaba.
Entonces recordé a mi madre, no iba a ser como ella, así que
haciendo mis maletas me fui de allí.
Con
el poco dinero que tenía, cogí un autobús, comenzaría una nueva
vida lejos de allí. Y compré un billete al sitio más lejos que
podía pagarme.
El
comienzo fue muy duro, sin hogar, sin trabajo, sin dinero... Localicé
sin querer un hogar para mujeres maltratadas y me acogieron de buena
voluntad, y no solo eso, me localizaron enseguida un trabajo. Mi vida
comenzaba a asentarse, pronto pude pagarme un pequeño apartamento,
suficiente para mi y allí lo conocí a él, mi luz, mi vida, mi
ilusión...
Miguel
era mi vecino puerta con puerta. Al principio solo nos saludábamos
deseándonos un buen día. Pronto con cualquier excusa él comenzó a pararme para charlar un rato. Un día era el agua caliente, otro día la
calefacción, hasta que acabó por preguntarme mi nombre.
Comenzamos
a hacernos buenos amigos, me hacía sentir especial y en esta ocasión
parecía distinto, aunque no me sentía segura. Mi experiencia con
los hombres no había sido buena y me mantenía a la defensiva.
El
intuyó que algo me pasaba y organizó una cena en su casa. Acepté
encantada, lo observaba en cada momento, cada gesto o mirada quedaban
gravados en mi retina y yo después me encargaba de analizarlo para
saber que clase de hombre era. Así que esa cena me ayudaría a
estudiarlo un poco más, me gustaba mucho y esperaba no llevarme una
sorpresa.
Fue
una cena especial, él sabía que algo me pasaba, decía que mis ojos
aunque bellos transmitían mucha tristeza y resentimiento, y me pidió
que por favor le contase lo que me pasaba.
Y
se lo conté, cada detalle tortuoso de mi vida, rompiendo a llorar al
finalizar. Me abrazó con ternura y comenzó a besarme, aunque no fue
más allá y se lo agradecí, aún no estaba preparada.
Pasaron
los meses fortaleciendo nuestra relación, hasta que decidimos irnos
a vivir juntos, los dos trabajábamos y podíamos buscar un piso un
poco más grande. Me sentía muy feliz, era la primera vez que sentía
amor de verdad, sin contar con el de mi madre.
Los
dos primeros años, fueron los más felices de mi vida. Pero no se
por que motivo la vida se empecina en torturarme y hacerme infeliz.
Miguel comenzó a encontrarse mal en el mes de noviembre, dolores
intensos le impedían dormir y el día aunque más llevadero era un
sufrimiento.
El
diagnóstico no podía ser peor, “cáncer”. Le quedaban pocos
meses, a lo sumo un año. Nunca lloré delante de él, aunque de
sobra sabía como me sentía. Nuestro amor era puro y sincero y ni la
muerte podría arrebatármelo.
Disfrutamos
cada día como si fuese el último, haciendo el amor cada día
gozando de nosotros. Hicimos un pequeño viaje y aprovechamos al máximo el
tiempo juntos. Se acercaba el final y sentía que yo moriría con él.
No era justo, toda una vida de sufrimiento y cuando encontraba a la
persona perfecta para mí, la muerte nos acechaba.
Solo
aguantó cinco meses, pero fueron los más felices de nuestra vida. A
mediados de Abril entregué su cuerpo a la tierra. Solo esperaba que
la vida no fuese solo ésto, que hubiese algo más para que
pudiésemos volver a encontrarnos. Me sentía morir y no sabía como
encauzar mi vida.
A
las pocas semanas, ante la ausencia de la regla, el predictor me
confirmó una gran noticia, estaba embarazada. El hijo de Miguel,
nuestro bebé...
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